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El Águila

12 de febrero de 2013
El Águila Pastor Garcia

El Águila

En una tierra muy lejana hace mucho tiempo un águila pequeña fue puesta en cautiverio por unos hombres que atacaron a sus padres. El águila fue encerrada en una jaula grande donde podía moverse y volar restringidamente. Además, sus nuevos dueños le pusieron en su pata izquierda un brazalete que servía para marcarlo, mantenerle controlado y determinar su ubicación si se escapaba.
Francisco no estaba a gusto con la vida que llevaba pues algo dentro de sí le llamaba a la libertad y no deseaba continuar como estaba, aunque su estado de comodidad era bueno pues sus dueños no lo dejaban morir de hambre y regularmente le dejaban salir a dar un paseo por los aires. Allí se sentía renovado pero asustado de ir más lejos de donde se lo permitían.

En sueños frecuentes se veía volando sobre planicies, montañas, valles y disfrutando de su libertad pero no tenía oportunidad de escapar de sus captores.
Un día despertó y se percató que la puerta de su jaula estaba abierta, deseo salir inmediatamente pero algo en su interior le habló.
—No eres capaz de sobrevivir si sales—le dijo la voz.
—Eso no te incumbe—respondió Francisco.
— ¡Claro que me incumbe!—replicó la voz—Sólo quiero protegerte y me conviene que estés bien.
— ¿Quién eres?
— Ya te lo dije sólo quiero ayudarte.

Francisco sin prestarle mayor atención a lo que le decía su voz interna se escapó y voló hasta un lugar más allá de donde había ido en otras ocasiones. Sin embargo, esa sensación de estar haciendo lo que siempre había querido combinada con el miedo de explorar lo desconocido, le sembraban desasosiego.
Su viaje duró varios días en los cuales fue difícil para él alimentarse pues el brazalete que tenía en el pie no le permitía desenvolverse adecuadamente, ya que le impedía tener un vuelo normal y tranquilo y, además, se le atoraba constantemente en ramas de los árboles en los que se posaba.
Al cabo de dos días se encontró con otra águila con quien empezó una nueva amistad. Esta águila, de nombre Fabricio, le enseño a cazar y que su brazalete no fuese un impedimento para ello. Cierto día, Francisco sentía que algo le hacía falta y deseaba regresar a su jaula donde era más fácil para él conseguir su alimento (en realidad, él no lo conseguía sino que se lo daban sus dueños) su amigo, al percatarse que estaba ensimismado, le dijo:
— ¿Qué te sucede?
— Estoy extrañando mi vida anterior—respondió Francisco.
— Pero lo que tenías antes no era una vida, sino que eras un esclavo.
— Pero me hace falta mi comodidad, además, yo cazaba dentro de mi jaula y me alegraba hacerlo allí. Ahora no le encuentro mucho sentido al hacerlo fuera.
— ¿Qué es lo que más extrañas?
— Que al menos allí tenía el control. Aquí es diferente, las cosas no dependen de mí, ni funcionan como yo quiero.
— Nada ni allí ni aquí depende de ti. Lo único que está en tus manos es la actitud con la que enfrentas cada situación. Como el viento que mientras recorre los valles fluye adaptándose a los obstáculos que se le presentan en el camino, así tú puedes flexibilizarte para disfrutar de esta nueva etapa.

Estas últimas palabras de su amigo Fabricio aunque le molestaron un poco le llegaron a lo más profundo de su corazón y algo cambió ese día. Sin embargo, la poca resistencia que le quedaba le llevó a reprochar:
— ¡Pero ni siquiera he podido desprenderme de esta cosa que aprieta mi pata!
— Tú ni siquiera lo has intentado. Hay un sabio gavilán que en lo alto de la colina vive en una cabaña, él puede ayudarte.
Sin pensarlo dos veces y con las indicaciones de su amigo Fabricio, Francisco se dirigió hacia la montaña volando entre los árboles. Al cabo de un rato se dio cuenta que debía ir por encima de las nubes para alcanzar la cima. Cuando voló por encima de las nubes divisó una cabaña que tenía una apariencia sencilla pero que le inspiraba confianza.

Francisco se acercó a la puerta de la cabaña y llamó:
— ¡Hola! ¿Hay alguien por aquí?
Nadie respondió. Francisco se aventuró a ingresar sin permiso. Observó a su alrededor, la chimenea estaba encendida. La cabaña era acogedora y apacible.
Una sombra se asomó por una de las piezas. Era un gavilán de aspecto mayor, sosegado, que inspiraba confianza.
— ¿En qué te puedo servir muchacho? — Preguntó el gavilán.
— ¿Es usted el gavilán sabio que vive en esta cabaña? — Se apresuró a preguntar Francisco.
— Gavilán, sí. Sabio… dejémoslo solamente en “viejo”.
— Mi nombre es Francisco y deseo que me ayude con esto — señalándole el brazalete en su pata izquierda.
— Yo no te puedo ayudar — replicó el sabio gavilán.
— ¿Entonces quién?
— Sólo tú. Yo te puedo orientar pero el camino lo recorres tú — respondió el gavilán.
— ¿Qué debo hacer entonces? — Preguntó Francisco temeroso.
— Vuela hacia el este por tres días. Encontrarás en tu vuelo un río caudaloso que te guiará hasta la ubicación de unos seres que se paran es dos patas y tienen otras dos arriba que les sirve para hacer diferentes cosas con ellas. Ellos te pueden ayudar — apuntó el sabio gavilán.
Francisco conocía bien esos seres de los que hablaba el sabio gavilán, eran humanos. Las personas son de fiar y ellos le podrían ayudar.
— ¿Hacia dónde queda el este? — dijo Francisco.
— Ve hacia donde nace el sol cada día — le explicó el gavilán—. Pero ten cuidado —continuó el sabio—, hay unos seres parecidos a los que te pueden ayudar que tienen armas y buscan cazar nuevos especímenes. No te fíes de ellos y para que no te puedan alcanzar sigue el rumbo del río que te vas a encontrar.

A Francisco le pareció que aquella advertencia era una tontería pues hasta ahora en ningún lugar de este basto lugar había encontrado a uno de esos seres. Además, él tenía experiencia con cazadores y estaba seguro que podría controlar la situación.
Francisco le agradeció al gavilán su advertencia y partió pronto hacia el lugar donde finalmente sería libre. Sin embargo, estaba cayendo la noche y no sabía exactamente hacia dónde era el este, así que decidió iniciar su viaje en la mañana cuando estaría seguro en qué dirección nace el sol.
Cuando el sol mostraba sus primeros rayos, Francisco alzó el vuelo hacia donde su luz provenía. El paisaje hermoso y despejado permitió que Francisco viera a lo lejos el río que el gavilán le había descrito y se dispuso a seguirlo.

Por dos días el águila siguió su rumbo y sólo se detenía para alimentarse. Sin embargo, en la mañana del tercer día algo cambió en el ambiente. Un fuerte olor proveniente del oeste le distrajo y le apartó de su rumbo. Eran cazadores que venían a capturarlo y que usaban como señuelo un suculento trozo de carne fresca. Estos cazadores tenían armas y perros amaestrados para lograr su objetivo.

Francisco se acercó a ellos y cayó en su trampa. Fue capturado. En los siguientes días, y apelando a que había sido un águila amaestrada, fue obligado a realizar tareas que no le gustaban como dirigir al grupo hacia donde había presas fáciles de atrapar. En una ocasión, Francisco fue obligado a entregar su comida para los perros hambrientos. Eso lo enfureció mucho pues ellos no la habían trabajado como lo hizo él. Era una injusticia.
Ese hecho generó en Francisco una serie de sentimientos encontrados pues aunque se sentía cómodo con estos cazadores porque le recordaban su antigua vida, ya no era lo que su corazón deseaba. Tenía fuertes deseos de ser libre.
Esa noche, en cuanto todos dormían, se escapó y voló tan lejos como pudo. En la mañana siguiente se dirigió hacia el este de nuevo, retomando su rumbo hacia la libertad.

Un día le tomó a Francisco divisar a lo lejos el río caudaloso que había seguido días antes. Aunque había sido reciente su cautiverio, delante de este río esas emociones se iban con él y le parecía sólo un suceso lejano.
Dos días después de estar recorriendo los valles que el río atravesaba vio una casa con aspecto extraño en lo alto de una pequeña colina. Hacia allí se dirigió.
Se acercó con recelo, por si habían personas y no eran de confianza. Entró.
Este lugar era diferente a los que había visto antes. Era un lugar con muchos espacios blancos, las personas tenían batas blancas y estaban desarrollando algún tipo de trabajo.
Las personas de este lugar se asombraron de ver un águila allí y se percataron que necesitaba ayuda. Con cautela y calma se acercaron a él y lo tomaron para quitarle el brazalete que le estaba haciendo daño a su pata.
La persona que le realizó la extracción del brazalete le trató con mucho cariño y le atendía todos los días. Él tenía algo familiar que Francisco no podía reconocer.
— ¿Cómo te sientes pequeño? — dijo el científico.
— Estoy muy bien, pero que me vas a entender — dijo Francisco.
— Claro que te entiendo — respondió el hombre de bata blanca —. Desde que fuiste a mi montaña y me preguntaste que si te podía ayudar te dije que sólo te podía acompañar pero que el camino lo debías recorrer tú.
A Francisco se le llenaron los ojos de lágrimas y un profundo sentimiento de agradecimiento nació en su corazón.

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